Había una vez una china japonesa (su mamá era china y su papá japonés) que me dijo que me extrañaba.
Yo le dije que no entendía por qué, si al fin y al cabo los dos vivíamos en la misma casa, del mismo barrio, en un pueblito imaginario del Caribe Colombiano.
Hubo un silencio. Y ella entendió en ese momento lo que yo no podía saber... Que los personajes como yo no somos para toda la vida, porque las buenas historias siempre se terminan; y la terminó. Pensó por última vez en el río Magdalena y en el bendito cólera, y cerró el libro, como si me lo hubiera estrellado en las narices en el parque de los evangelios.
Ya más tranquila, luego de haber acabado con esta casi leyenda de la literatura, que por su puesto no leyó en español sino en mandarín, la guardó con cariño en la misma repisa donde dejaba amores leídos, y con sus ojos chinos se fue de jeta entre un thriller de Stephen King.