lunes, 20 de junio de 2016

Buenos Aires

Todos me quieren hablar de Buenos Aires.

No se han enterado de que no quiero ver más fotos de 'Palermo', que no se nada de 'La Recoleta', ni de 'La Boca'; nunca he sabido porque un 'Jardín Japonés' y Obeliscos debe haber en todo el mundo.

Tampoco me gusta el fútbol, ni el socialismo decadente. De Messi sé lo mínimo y a Cristina la odio.

Me consuelo con saber que está amargada. Y todo por culpa de Macri, que sí me cae bien, y que hace poco se paseó por Bogotá. Ese evento me lo perdí porque no tenía credencial para cubrir presidencia, pero si a la política no se le puede uno acercar tan fácil, a la cultura sí. En Agosto vienen los músicos 'Les Luthiers', con su show divino. A eso sí voy.

Liniers por su parte, cada vez es más famoso en Bogotá. Sus dibujos llenan mis librerías preferidas. Allá tampoco puedo entrar, no tengo plata y si tuviera no debería comprar, ya tengo suficientes 'Macanudos' sin leer.

Después está la gente que sigue en mi vida solo para echarme en cara a la Argentina. Se van de paseo, se van a vivir, se toman fotos con vino y caminando felices porque el otoño es muy lindo allá. Y seguro que sí.

No quiero hablar con ellos. Mejor le charlo a Díos, que me escucha, pero adrede no me contesta, y como me canso rápido de hablar sola, pues me distraigo con mi celular. Abro las redes sociales y veo publicaciones de Francisco, que es papa, argentinísimo y además famoso en Facebook e instagram;  seguro que el padre del cielo no es argentino, pero sí tenía que escoger a uno para representarlo en la tierra.

Apago el celular y prendo el televisor. Mis canales preferidos me ponen créditos de "seguí viendo nuestra programación" porque claro, tenían que estar en español de Argentina, igual que los dramatizados de los comerciales.

Todos me quieren contar de Buenos Aires, pero yo no voy. No viajo porque no sólo no me invitan, sino que además me desinvitan y yo así no puedo.

El único problema es...

Que hace rato tengo los pasajes.

El sapo

Está bien. Me trago este sapo. Voy directo a la cañería, donde sé que está escondido. Él de algo tiene que morir y yo de alguna carne tendré que vivir.

Por eso me lo como, porque no hay más personas aquí, tampoco hay comida. Hace tiempo que somos solo los dos; tengo certeza, porque es lo único que escucho en esta ciudad, abandonada en una época de depresión.

Lo siento moverse cerca de mi cambuche improvisado en una habitación vacía, como salta baboso entre la suciedad de las tuberías, en las paredes.

El sapo tiene que morir y yo voy a vivir asqueada, pero más que él.

Hay un hueco en el muro...

Estiro la mano. La hundo profundo en la arcilla, húmeda, con soportes de madera podrida, a través de un tubo metálico; y entonces lo siento arrastrarse. Baboso,  maloliente, pero digerible. Llegó la hora.

Con el fin de su existencia me compro tiempo, mientras encuentro la solución a este problema de hambre y abandono.